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¡No quedan flores! ¡No quedan flores!
Comenzó a baja voz, y fue subiendo de tono hasta casi convertirse
en un grito. La frase recorrió el mundo en segundos. Nacía en sus
cerebros. Se transmitía a sus antenas y sus alas la impulsaban hacia
el infinito, cruzando océanos y cordilleras.
¡No quedan flores! Lo gritaban desde los oscuros Cárpatos, las este-
pas del centro de Asia. Las sabanas africanas. Las extintas forestas
amazónicas.
¡No quedan flores! Llevaban días buscándolas, recorriendo incansa-
bles, los rincones más ocultos.
Volaron alto entre las cimas de cada cordillera del mundo. Hurgaron
entre las quebradas más recónditas, bajaron hasta los lechos secos de
los otrora caudalosos ríos. Buscaron entre los esqueletos espectrales
de las antiguas selvas. Entre las grietas de las paredes lisas y ahora
secas por donde se deslizaron por milenios gigantescas cascadas.
Volaron bien a ras de la tierra por la interminable tundra, buscando
las minúsculas flores que supieron tejer sobre ella delicados y colo-
reados mantos de encaje. Pero todo fue inútil. La frase se repetía: ¡No
quedan flores!
Los hombres sabían que esto ocurriría. Hacía ya mucho tiempo que
se habían encerrado bajo tierra. Habían convertido a su mundo en un
gigantesco páramo. Una enorme cáscara de tierra seca y moribunda
que se asemejaba al caparazón de una tortuga, opaco y viejo.
Hoy las mariposas advirtieron que ya no quedaban flores. Frenéti-
cas intercambiaron pareceres, pasos a seguir, plazos. Intensificaron la
búsqueda un par de días más y luego, tomaron la “decisión”.
Aprovecharían para ponerla en práctica, el breve respiro que ofrecía
la noche al abrasante calor de cada día.
Cuando los drones que vigilaban la superficie de la cáscara reseca
transmitieron a los humanos las imágenes de ese amanecer, mostra-
ron en un solo cuadro la magnificencia de la tragedia y la belleza. El
dolor y el testimonio.
Allí estaban. Tendidas. Millones de brillantes alas muertas, pintando
sobre el yermo mundo, millones de flores abiertas.
Alfonso Michielin
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