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Las tres amigas
Jugábamos a las muñecas todas las tardes.
Sirena tenía ojos con forma de pez pero sin aletas ni cola, eran alar-
gados y grandes, parecía que, en lugar de estar en el frente de la
cara estuvieran ubicados en los costados. De color celeste aguado,
deba la impresión de que el océano nos observaba.
Rosalía se semejaba a un cerdito, de piel rosa pálido, con cara re-
donda y una nariz respingada que dejaba ver los orificios nasales,
tiernas y húmedas cuevitas. Sus labios, en forma de trompita, ha-
blaban por ella, contaban sobre sus caprichos.
En cambio yo siempre me asemejaba a una pequeña araña de
jardín, de patas delgadas y algo peludita. Mi cabello era negro y en-
sortijado, pestañas largas, arqueadas y cejas demasiado pobladas
para una niña de mi edad. Papá me llamaba mi osita de peluche.
A las muñecas las bañábamos, peinábamos y vestíamos como
nuestras mamás hacían con nosotros. Inventábamos enfermeda-
des y curas, dábamos remedios y retábamos a esas niñas de jugue-
te con cabezas de cerámica y cuerpo de estopa.
Una tarde cambiamos a nuestras hijas y Rosalía me dio la de ella,
cuando la fui a vestir la cabeza salió rodando y se partió en dos.
Mi amiga se puso como loca, lloró, pataleó, su rostro de cerdito
se enrojeció al punto de parecer en carne viva. Chillaba como lo
hacen los marranos. Me culpó de lo sucedido y en el acto tomó mi
muñeca y se fue corriendo a su casa.
Mamá quiso resarcirse comprándole otra pero ella se negó a acep-
tarla, quería la mía porque, sabía que de esa manera me hería
profundamente.
Nunca más jugamos juntas, ni nos juntamos en los recreos del co-
legio, ni tuve noticias de su vida, hasta el día de hoy en que Sirena
me pidió la acompañara a su velorio.
Mariana Ardizzone
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