Page 77 - Libro LEI 2020
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Reflejos


               Si había algo que le gustaba a Catalina, después que la cruzaban en la
               suntuosa  barca,  era  quedarse  contemplando,  desde  la  otra  orilla,

               cómo se reflejaba el palacio en las aguas del lago.

               Siempre  que  llegaba,  comenzaba  a  aparecer  el  sol.  Con  su  luz,  los
               tejados de oro del alcázar brillaban orgullosos, centelleantes. Sobre las
               aguas, dibujaban sus contornos las sólidas murallas que lo protegían.
               Catalina  las  miraba  y  adivinaba,  tras  las  oscuras  troneras,  soldados

               uniformados, valientes defensores que no se dejaban ver.

               Contemplaba  las  banderas,  los  gallardetes,  pavoneándose  en  sus
               mástiles con la brisa. Y detrás de todo, el torreón enorme, majestuoso,
               que  oteaba  el  horizonte  y  miraba  todo  su  entorno  con  un  poco  de

               altanería.

               Luego, el sol se elevaba sobre los juncos que aún lo tenían atrapado y
               el  último  girón  de  bruma  se  desprendía.  Entonces  desaparecían  los
               reflejos sobre el agua.

               De pronto, las techumbres de oro se convertían en techos de chapa

               oxidados.  Las  sólidas  murallas,  en  las  paredes  de  los  ranchos  de
               madera  o  de  ladrillos  sin  revocar.  Las  oscuras  troneras  se
               transformaban en los ojos ciegos de los ventanucos, muchas veces sin

               vidrios  y  cubiertos  con  cartones.  Las  banderas  ondulantes  se
               transmutaban en la ropa que algún valiente dejaba colgada para que
               se  secara  por  la  noche.  ¿Y  el  torreón  omnipresente?  Era  el  enorme
               tanque de agua municipal que sobresalía de la chatura de la villa.

               Sobre la otra orilla del lago azul que era ahora un riacho sucio, vio, ya

               atada, la barca suntuosa que la había traído. Era el bote despintado de
               don Mario que todas las mañanas la cruzaba para que no tuviese que
               ir caminando hasta el puente que estaba a quince cuadras.

               Se dio la vuelta, se agarró fuerte a la mochila voladora que contenía

               todos sus útiles. Se acomodó el traje de astronauta que llevaba puesto
               y que se parecía mucho a su guardapolvo y emprendió, volando bajito,
               el camino hacia la escuela mientras pensaba en lo maravillosa que era

               su vida.
                                                                             Alfonso Michielin


                                                                                                    76
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