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La noche de los lobos
La pelea había sido feroz. Largos días de intensa nevada tornaron
los verdes campos en pastos blancos y húmedos mojando las pa-
tas y garras poderosas. Habían ganado la difícil contienda.
En una arremetida decidida y alocada, entraron a los corrales bus-
cando alimentos tibios para saciar el dolor de las tripas hambrien-
tas y asolaron el lugar. Gallinas y pequeñas liebres fueron devora-
das por la manada de lobos.
Los perros guardianes rápidamente quedaron reducidos a un gru-
po herido de muerte.
Plumas y pieles ensangrentadas se desparramaron sobre la nieve
tras el ataque desesperado de los lobos famélicos.
Se encendieron las luces en la cabaña de los granjeros, opacando
el brillo helado de la luna llena. La mujer alzó al pequeño hijo en-
vuelto entre mantas desgastadas para calmarlo. Lloraba. Lo puso al
pecho casi vacío de leche, dándole calor y cobijo. La comida esca-
seaba por estos días y la pronta venta de animales del corral y de
algunos sembradíos les traerían ganancias para su subsistencia. En
tanto mecía al niño, vio al hombre tomar el rifle y salir apuntando.
El estrépito de los disparos retumbó en el valle. Con furia, vació el
cargador. Casi no veía por la oscuridad y porque las lágrimas lo cega-
ban. Así, a tientas, en medio de la desolación lacerante, escuchó el
quejido de un lobo moribundo. Exhausto entró en la casa.
Afuera, los compañeros de la jauría, trotaron detrás del más fuerte.
Con la ingesta despiadada habían recobrado las energías perdidas
en la lucha. Iban camino a la montaña. A su paso, gotas de sangre
teñían el blanco azulino de la estepa.
Alcanzar la cima y traspasarla, ahí, donde la esfera amarillenta ilu-
mina el otro lado, lejos, lejos de la furia asesina y en búsqueda de
nuevas guaridas donde poder habitar.
El macho y la hembra líderes, se tumbaron a descansar. Junto a
ellos se echó el resto de la manada.
Jorgelina Quirini
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