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Terciopelo y gamuza
Me pinté bastante más que lo habitual; perfumé desde mi cuello
hasta la cartera, y con paso lento por las botas de gamuza negra y
tacón, me dirigí a la estación.
Era otoño y cálido. El calor empezaba a atraparme. Subía desde los
pies hasta mis pestañas. Abrí más el escote de mi camisa negra,
sueltita, sobre los jeans ajustados. En situaciones adversas, o, en
situaciones ¡bah!, siempre pienso en qué me diría mi madre o mi
padre. En este caso, creo que no quise que me dijeran nada.
Era casi mi primera vez. Una recién divorciada cuasi virgen a los 34.
Bajé en Coglhan. Caminé una cuadra, doblé hacia la izquierda, cru-
zando la avenida poco iluminada, con negocios de cortinas bajas.
Allí estaba, tocando el timbre de su loft. Me vi reflejada en el vidrio
del hall de entrada. Me di un visto bueno, aunque todo el cuadro
me parecía oscuro.
Y sí, ya eran las ocho de una noche cálida de otoño y mi camisa
era negra y él bajó a abrirme la puerta envuelto en su capa de ter-
ciopelo negro, con su tridente y cuernos y cola negra. Una sonrisa
demasiado espléndida iluminaba el lugar y unos endemoniados
ojos verdes ya me despojaban de cualquier estructura genealógica,
filosófica, religiosa, o la que fuera.
El pecado es negro cuando la noche invita – me dije.
¿Me dije o me dijeron? ¿Qué es propio y qué es ajeno dentro de
los pensamientos enmarañados que bregan por salir a dar una
vuelta y enroscarse?… Pero en este caso no sabía si quedarme o
salir corriendo.
Sí sabía que que mi corazón latía tan fuerte que rogué que no se
escuchara cuando se cerraron las puertas del ascensor.
“El infierno no siempre es para abajo” –me dije entonces, en una
de esas conversaciones conmigo misma.
Solo sé que esa noche, “toqué el cielo con las manos”.
Ol Anton
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