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Nuestro arroyito
El arroyo cristalino y frío corre detrás de nuestra cabaña allá en el
sur, va buscando su camino hasta desembocar en el Lago Puelo. Es
el típico arroyo de montaña, con lecho de piedras, mínima profun-
didad, agua helada y muy apurada para seguir su camino.
Habíamos llegado ese mismo día. Mis hijos Lorena y Gastón eran
típicos adolescentes de ciudad y había costado bastante trabajo
convencerlos de unas vacaciones en el medio de la nada. Por eso
llevamos a su primo Andrés para que tuvieran compañía. Los organi-
zadores de la aventura fueron mi cuñada Claudia y su esposo Hugo.
Hechas las presentaciones de rigor volvemos al arroyo. Yo había
encontrado uno de esos cajones de madera para verdura, los cos-
tados del cajón son apenas un par de listones y bastante aire. Entre
todos, chicos y grandes, nos ingeniamos para atar ese cajón a un
tronco que atravesaba parte del arroyo, de tal manera que quedara
en el agua pero no se moviera. Así fabricamos nuestra heladera.
Funcionó tan bien que hasta gelatina pudimos hacer.
Pero quedaba un tema más complicado a resolver. La cabaña del
guardaparque estaba junto a la nuestra pero no tenía luz eléctrica.
Hugo encontró un barril viejo y con los chicos hizo un generador
utilizando la fuerza del agua de nuestro arroyito.
Un día los chicos encontraron una balsa maltrecha de madera en
el lago. Entre todos la reparamos, hicimos un remo y a partir de ese
día Robinson Crusoe comenzó a surcar los lagos del sur. Se sentía
la aventura en la piel.
Los días fueron pasando y los chicos ya ni se acordaban que no
habían querido ir a la nada. Fueron las mejores vacaciones en mu-
chos años.
Erika Wendriner
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