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               Rarezas Divinas 
                
               Algo extraño está sucediendo, y lo confirmé el domingo al salir de la iglesia.
               Yo, que no creo en la suerte y que todavía sujeto un sueño entre mis
               manos en el momento de juntarlas para rezar, me topé a la salida con
               una realidad sin perdones ni credo, clavada en los umbrales, sin entrar.
               Como les dije, algo raro está sucediendo. Hace mucho que lo noto y me
               incomoda. Tanto que busco evadirme y entonces voy a la iglesia a buscar
               alivio y a Dios.
               Pero… ustedes perdonen, insisto en que algo extraño está sucediendo
               en la iglesia. Yo, que no creo en las casualidades, de la mano del azar
               algunos se iluminan y transitan por los pasillos como guiados por algún
               divino comité y se sientan frente al altar según el capricho  de sus an-
               gustias mientras  otros buscan a tientas el confesionario, orientados por
               ángeles caídos.
               No sé las causas de todo esto, tampoco se explica el empeño de la muer-
               te,  que entra y sale a su antojo tramando una sarta de creencias que no
               siempre nacen de un mismo rosario.
               Cada día me convenzo más de que algo pasa en la iglesia. Me basta con
               la sinceridad del golpe cuando abre sus puertas a tanta mentira, como las
               abre un banco con regocijo a los capitales. Y yo que no creo en la suerte,
               veo cómo en la comunión hacen sus apuestas las  buenas intenciones
               contra la culpa.
               Por tales motivos, como una más de mis extravagancias, me revelo ante la
               posibilidad de olvidar estas rarezas divinas en el cajón de lo insospechado.
               Porque no sería justo con mi creencia de haber visto a Dios en la mirada
               de un loco perdido en los laberintos de su mente o buscando con sus
               manos huesudas en las esquinas del hambre por los tachos de basura
               donde se juntan pequeños vientres vacíos.
               Lo he encontrado muchas veces por el camino de la desesperanza apar-
               tando jeringas y sosteniendo al adicto cuando alucina con Él, pero sin
               verlo.
               Aun así, todos los días va y viene en colectivo con el cansancio en la cara
               y las manos vacías.
               También lo veo sentado en el banco de una plaza siguiendo el vuelo de
               algún pájaro tratando de no olvidar su libertad atada al albedrío humano.
               ¡Dios mío te veo! Maltrecho, silencioso y caminas a mi lado, hasta las
               puertas de la iglesia y esperas que me decida a entrar a rezar por Vos.

                                                           Lilian S. Gómez
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