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Pueblo de campo
Debido a las obras de repavimentación de la ruta cuatro, tuvimos que
hacer un desvío. De pronto nos encontramos atravesando las calles
polvorientas de un pueblo de campo. Disminuimos la velocidad, solo
lo necesario, pues el camino de tierra estaba en mal estado, atravesa-
do por las huellas de los tractores y de los sulkys. Qué bajón el pue-
blito este, si no fuera por estos malditos surcos, ya estaríamos…Psss,
el sonido de la pinchadura atravesó la cabina de nuestra camioneta.
Tenía que ser, es la maldición del pueblucho este.
Nos detuvimos frente a la tranquera de lo que sería una chacra. No
había gomería a la vista. Descendimos del vehículo, verifiqué la pin-
chadura y acepté mi inutilidad para cambiar neumáticos. Desenvai-
namos nuestros celulares como si fueran armas para llamar al auxilio
mecánico. No fue necesario, desde adentro del galpón que estaba a
unos metros de la entrada, salieron tres paisanos ataviados con bom-
bachas, pañuelos en el cuello y zapatillas Flecha. Estos ya se habían
percatado de nuestro inconveniente y venían caminando hacia noso-
tros sin prisa pero sin pausa.
Lo primero que hicieron fue ofrecernos un mate. Uno de ellos llevaba
el equipo para cebarlo en un cilindro de cuero con una correa. Nos
dijeron que no nos hiciéramos problema, que todo tenía solución en
la vida. Por supuesto que rechazamos el mate aduciendo problemas
de acidez y aceptamos la ayuda. Además mentimos que teníamos un
compromiso de trabajo en nuestro destino para apurar el expedien-
te. El trabajo es sagrado, dijo uno de ellos, y si hay que apurarse nos
apuramos.
A los quince minutos la rueda estaba cambiada. Rechazaron el dinero
que les ofrecimos. Exageramos nuestro agradecimiento y nos fuimos
rápidamente. No nos gustan estos lugares transitados por la lentitud
y habitados por pueblerinos de palabras escasas. Estos nos ponen
ansiosos con sus costumbres cordiales y gestos sonrientes, como si
quisieran mostrarnos cuán felices son en esos pueblos de porquería.
Nosotros en cambio, disfrutamos de las grandes ciudades. El bullicio
nos mantiene vivos, la velocidad, alertas.
Por el espejo retrovisor pude verlos despidiéndonos con los brazos le-
vantados. ¡Pobres! son siempre tan amables, se ve que tienen tiempo,
exclamó mi mujer.
Mientras tanto en el galpón, rueda de mate de por medio, uno de
los campesinos sentenció, como si propusiera un debate:-¡Pobrecitos!
siempre tan apurados.
Alberto Manuel Carrera
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