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Y llegó el día…
Era tanto lo que había escuchado y tanto lo que me habían acon-
sejado, que un día tomé la decisión y comencé a recorrer las
calles, mirando a la gente con detenimiento, con intensidad….
De pronto, mis ojos se encontraron con otros que me estaban
mirando. El mundo, entonces, se detuvo y ya solo fuimos dos
en el mismo camino…
Cuando iniciamos nuestra convivencia, yo iba de asombro en
asombro porque en casi todo, era mi primera vez.
Al tiempo, mi emoción se fue resquebrajando, se fue secando
porque no soportaba tener que despertarme cuando aún tenía
sueño o comer cuando aún no tenía hambre pero lo peor era
no poder caminar bajo la lluvia fría del otoño hasta que deseara
volver a sentir el calorcito del bajo-techo.
Mi vida se había llenado de horarios y todo se había vuelto tan
previsible que el hastío había comenzado a carcomerme cada
mínima ilusión.
Un día –cuando vi la puerta abierta– no lo pensé dos veces y
salí corriendo.
Corrí… corrí… corrí…. hasta que me encontré en medio de la
nada y ahí volví a sentir la antigua sensación de libertad que
había olvidado. Y entonces, me juré que nunca más tendría un
dueño porque yo… yo quiero seguir siendo el perro vagabundo
que ama dialogar con el semáforo, que se detiene a jugar con
las cortezas de los árboles de la callecita del bajo o que busca
la caricia de la gente que lee el diario en la plaza, a puro sol.
Nora Corrales
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