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Apartado
El bullicio se tornó insostenible. La gente desenfrenada
gritaba, golpeaba y pateaba las puertas de la casa de San-
tiago. Esa casa destruida, abandonada, llena de arbustos
crecidos y telas de arañas colgantes, dueña de una deja-
dez que compartía con aquel hombre que la habitaba.
Pocos lo habían visto, pero muchos hablaban de él.
Por un instante, luego de largas horas de ruidos incesan-
tes, lo vieron salir por los techos de tejas rotas y llenas
de musgos verdes. Solo se oyó el silencio. La multitud
agolpada mostró sorpresa. Algunas voces continuaban
murmurando palabras poco decentes, otros solo obser-
varon absortos.
El hombre en el tejado levantó sus brazos hacia el cielo,
la luna se asomaba detrás de su cabellera ondulada y
estaba tan luminosa que no dejaba ver el rostro con ni-
tidez. Era alto, sus piernas y brazos muy delgados, tanto
que parecían quebrarse.
Entonces, cuando ya nadie tuvo más fuerzas para esbo-
zar siquiera un suspiro, el casi hombre espantapájaros,
dio un salto y cayó de pie frente al gentío, que no hizo
más que huir despavorido.
Todos menos uno que con el corazón en la boca y casi
susurrando le dijo: - No te aflijas, no estás solo.
Mariela de Cristofaro
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